Recientemente, hablaba con unos colegas sobre la decisión de restringir o eliminar los dispositivos electrónicos en el ámbito escolar. Alguno de mis colegas comentaba que gran inversión que se ha hecho en tabletas, ordenadores y pizarras interactivas si las retiran, seguro que quedarán obsoletas y abandonadas.
Aunque no crecí con la tecnología actual y mi opinión, como la de muchos, tiene esa distancia generacional, creo que los neurocientíficos y pedagogos han considerado bien en realizar una retirada (a tiempo) de las “pantallas” en el ámbito educativo, y frenar el uso intensivo que hacen de ellas los menores.
Esta situación me llevó a reflexionar sobre la relación entre el ser humano y la tecnología a lo largo de la historia. Pensemos en la invención de la rueda, que revolucionó el modus vivendi del ser humano. La humanidad ha tenido más de 6.500 años para adaptarse y evolucionar con este invento, integrándolo en y desarrollando nuevas artilugios para adaptarlos a la vida cotidiana, los procesos agrícolas, el transporte ... De hecho, la evolución de la rueda continúa viva en la actualidad, lo pueden ver en la constante mejora tecnológica de los neumáticos en los coches Fórmula 1.
Ahora, comparemos lo dicho anteriormente con la invención y desarrollo de los chips electrónicos, que aparecieron alrededor de 1950. En menos de un siglo, hemos presenciado una evolución tecnológica gigantesca, pasando de los primeros componentes a la capacidad actual de los dispositivos. La velocidad con la que las nuevas tecnologías avanzan es asombrosa, y la mente humana debe adaptarse a este ritmo vertiginoso. Comparen los dos inventos y el tiempo con que hemos convivido con cada uno de ellos.
Al reflexionar sobre esto, me pregunto si la única manera de seguir el ritmo del progreso tecnológico es mediante la ayuda de la inteligencia artificial (ya sería paradójico) o incluso a través de una integración tecnológica más profunda desde el nacimiento. ¿Tendrán que insertar (nos) chips nada más nacer?